¿Y si el padre de Kafka no era como creíamos?

 

Por Pedro B. Rey (La Nación de Buenos Aires)

Escritor, crítico y traductor, el argentino Pedro B. Rey acaba de publicar una columna dedicada a nuestra reciente edición de Carta al padre. El enigmático Kafka sigue cautivando. A continuación reproducimos este texto, publicado en La Nación de Buenos Aires.
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Cien años después, Franz Kafka (1883-1924) sigue proponiendo enigmas de todo orden. Hace muchos años, durante una entrevista, terminamos hablando de él con Héctor Tizón, en particular de su celebérrima Carta al padre. Tizón lanzó a modo de conclusión una frase inesperada: “Esa carta está muy bien, es verdad –me dijo, palabras más, palabras menos, con aire estoico–. Pero nunca nadie piensa en el pobre papá. ¡Había que ser el padre de Kafka!”. Además de autor de libros como Fuego en Casabindo, Tizón también era, en su Jujuy natal, juez, como revela su busca de ecuanimidad ante la única prueba que tienen los lectores de esa figura paterna en apariencia autoritaria: el fulminante retrato parcial perpetrado por el hijo.

Sabemos varias cosas de esa misiva, tan extensa que se la suele publicar de manera autónoma. Sabemos que Kafka la escribió en 1919, cuando ya conocía que estaba enfermo de tuberculosis. También que –replicando el miedo que asegura sentir ante el padre– nunca se atrevió a enviársela. Fue Max Brod el que, al encontrarla entre sus papeles, decidió publicarla por fuera de la correspondencia. Como nunca llegó a transformarse en carta, bien se la podía considerar una forma literaria. Uno de los efectos de esa decisión es que –a nuestros ojos– el propio Kafka, que dudosamente la habría expuesto a la luz pública, se convierte en personaje.

La carta, según la justificación de Brod, es lo más parecido a una autobiografía al hueso que ensayó el escritor. Podría agregarse que, a su manera, propone el proceso del padre, pero también el propio. Basta releer la “carta” para notar que a Kafka no le molestan las contradicciones. El comerciante Hermann Kafka debía tener su carácter, seguramente era exigente –como la inmensa mayoría de los patriarcas familiares de hace un siglo–, pero en su ajuste de cuentas Franz parece achacarle sobre todo el peso de su presencia, con la fuerza de ley que refleja en otros términos su cuento “La condena”. Le critica sus vulgaridades en la mesa, pero sobre todo –tema clave– su desconfianza ante sus dos intentos de matrimonio, algo que el hijo consideraba la máxima aspiración de cualquier ser humano. Y sin embargo le reconoce interés en sus hijos e incluso la libertad, que le fue dada, de elegir una profesión. En el caso de Kafka, la abogacía. “Pero ¿estaba realmente en condiciones de hacer uso de una libertad semejante? ¿Me creía aún capaz de poder alcanzar una profesión verdadera? Mi autovaloración dependía mucho más de ti que de cualquier otra cosa, como por ejemplo de un éxito externo. Esto constituía el fortalecimiento de un instante, mientras que del otro lado tu peso tiraba siempre hacia abajo”.

En una reciente edición de la Carta al padre (la publicó la editorial chilena Hueders), Ariel Magnus, el traductor, aporta en el epílogo algunos documentos que prueban que la figura paterna –ya el propio Brod sugería que exageraba– no era más que otra variante pesadillesca del mundo kafkiano. Cita las memorias de un tal Frantisek Xavier Basik, que a fines del siglo XIX trabajó como aprendiz en la casa de modas de Hermann Kafka. De esa semblanza redescubierta en 1994 –que Basik compuso sin tener la menor idea de la fama póstuma del Kafka hijo– surge un retrato diametralmente opuesto. Si Franz recuerda al padre echando pestes en el negocio, Basik lo considera un empleador tranquilo, que lo deja que vaya a clases en horas de trabajo, le aumenta el sueldo y hasta lo invita (a él, un no-judío) a pasar unas vacaciones con la familia.

Por supuesto, más allá de las posibles exigencias paternas, lo que prima es la hipersensibilidad de Franz y su sensación de inutilidad. Giorgio Agamben considera miserable la lectura de Kafka que reduce todo a “la cifra de la angustia del hombre culpable ante la inescrutable potencia de un Dios que se ha vuelto extraño y remoto”. Según el filósofo italiano, Kafka condenó a Dios “al trastero” –y con él a la culpa y la inocencia, la libertad y el destino– para concentrarse exclusivamente en la vergüenza. “Kafka tenía ante sí una humanidad –la pequeña burguesía planetaria– que había sido expropiada de toda otra experiencia que no fuera su vergüenza –anota en Idea de la prosa–. La vergüenza, es decir, la forma pura y vacía del más íntimo sentimiento del yo”. No es casualidad que la palabra aparezca con frecuencia en esa carta sin pelos en la lengua que el escritor, en un último gesto de temor avergonzado, optó por archivar.

 

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