Javier Marías, in memoriam (1951-2022)

 

El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de Los desacuerdos de paz y Volver la vista atrás, entre otras novelas, ha escrito uno de los homenajes más hermosos a Javier Marías, el gran Javier Marías, el novelista, traductor y articulista que falleció este domingo, a los 70 años. A propósito de una lectura reciente de Fiebre y lanza, el primer tomo de la trilogía Tú rostro mañana, Vázquez reflexiona sobre ese personaje, Jacobo Deza, cuyo oficio consiste en “escuchar y fijarme e interpretar y contar”. No es un novelista, por cierto, sino alguien vinculado al servicio secreto británico. Debe observar a los demás para juzgar su carácter y saber si “serían capaces de mentir, traicionar o incluso asesinar, y en qué circunstancias lo harían”. 

Y este talento excepcional del narrador de la novela, ¿no es acaso una cualidad que cada uno de nosotros debiera tener para desenvolvernos en la vida? ¿No estamos siempre tratando de interpretar el comportamiento y las actitudes de los demás, desde nuestra pareja hasta los líderes políticos? 

“Ese esfuerzo por leer a los otros y saber quiénes son en realidad, de qué serían capaces, cómo actuarán en determinadas circunstancias”, es uno de los grandes legados de Javier Marías, concluye Vásquez. Reproducimos a continuación la columna aparecida en el diario El País, de España, que también está en el siguiente link:

Diario El Paíshttps://elpais.com/opinion/2022-09-01/javier-marias-y-los-traductores-de-la-vida.html#?rel=mas

 

Javier Marías y los traductores de la vida.

Por razones que no viene al caso explicar, he vuelto a leer en estos días Fiebre y
lanza, el primero de los tres volúmenes en que se publicó una de las grandes
novelas de lo que va del siglo: Tu rostro mañana, de Javier Marías. Lo había leído
hace 20 años, tan pronto como se publicó, y me ha alarmado esta vez darme
cuenta de lo mucho que ha cambiado el libro. Esto es cierto siempre de las
buenas novelas, que reflejan lo que llevamos a ellas, y por lo tanto se transforman
en la medida en que nos transformamos sus lectores; pero hay novelas que
cambian más que otras, y habría que pensar algún día con detenimiento en las
razones por las que esto ocurre. Tengo la impresión de que Dostoievski cambia
más que Tolstói, por ejemplo, sobre todo cuando la primera lectura se hizo en la
adolescencia; y me parece claro que Faulkner cambia más que Hemingway,
aunque no sabría decir por qué. Pero, como diría ese Tristram Shandy que tanto
le gusta a Marías, me estoy desviando.

Tu rostro mañana es tal vez la novela más exigente de Javier Marías, aunque sólo
sea por la intimidación o 
el desafío de sus 1.336 páginas, pero su exigencia es
tanta como las satisfacciones que brinda, que son muchas y ocurren a muchos
niveles. Los lectores recordarán seguramente la premisa de la novela: un español
llamado Jacobo Deza —al que los demás a veces llaman Jacques y a veces
Jaime y a veces Yago, y que los lectores de Marías habíamos conocido
como 
narrador anónimo en Todas las almas— se ha separado de su mujer, se ha
marchado de su casa en Madrid y ha vuelto a Inglaterra, a Londres y a Oxford,
donde había vivido años atrás. Ahora trabaja en un edificio sin nombre para un
grupo de gente misteriosa que tuvo o tiene una relación estrecha con el Servicio
Secreto británico, y su tarea extraordinaria consiste en observar a los demás,
observarlos con cuidado, y luego juzgar su carácter: juzgar si serían capaces de
mentir, traicionar o incluso asesinar, y en qué circunstancias lo harían. Tiene, al
parecer, un talento especial para esto: para fijarse en los otros y leerlos
correctamente. En la novela como en la vida, se trata de un talento invaluable.

No sé de dónde me viene cierto gusto por las novelas que reflexionan,
indirectamente, sobre lo que hacen las novelas. 
Tu rostro mañana pertenece a
esta familia que comienza, como tantas otras cosas en el arte de la novela, con
el 
Quijote. Son novelas en las cuales los personajes o las situaciones nos invitan a
pensar en el funcionamiento de las novelas mismas: ficciones que son, también,
una metáfora de la ficción. En el último tomo de 
En busca del tiempo perdido, el
narrador, Marcel, llega a la conclusión de que “la verdadera vida, la vida por fin
descubierta e iluminada, esa única vida, en consecuencia, que es vivida
plenamente, es la literatura”. Y antes de que tengamos tiempo de recuperarnos
del exceso (que para mí no lo es, pero eso es otro asunto), compara la vida que
vivimos con un libro que está por escribirse. “Ese libro esencial”, dice entonces,
“el único libro verdadero, un gran escritor no está obligado, en el sentido corriente
del término, a inventarlo, pues ya existe dentro de cada uno de nosotros, sino a
traducirlo. El deber y la tarea de un escritor son los de un traductor”.

A mí, que durante tantos años felices en Barcelona me gané la vida traduciendo
literatura, la idea del novelista como traductor de un libro que llevamos dentro me
parece extrañamente justa, inexplicablemente satisfactoria. Y no puedo no pensar
en 
las traducciones de Marías, que nos ha entregado versiones bellísimas
de 
aquel Tristram Shandy que he recordado antes, así como de El espejo del mar,
de Conrad,
 y de otras obras diversas que van desde Thomas Browne a Isak
Dinesen. Hace 11 años tuve con él una larga conversación acerca de, entre
muchas otras cosas, el arte de la traducción y su relación con la escritura de
novelas. “La del traductor es una tarea que se puede comparar con la del
intérprete musical”, me dijo Marías. “Tiene muchas dificultades a la hora de
interpretar una pieza, pero siempre tiene la partitura, sabe que la partitura no va a
desaparecer. Así que me he dado cuenta de una cosa que me ayuda al escribir.
Dado que yo soy un autor que no tiene un trazado de las novelas antes de
empezar, sino que las averigua a medida que las hace, tener un primer borrador
de una página, aunque sea escrito de cualquier manera, funciona como el texto
original en las traducciones”.

He recordado esa conversación porque ahora, leyendo Tu rostro mañana tantos
años después, me parece encontrar un eco en ella. Aunque tal vez sea más
preciso hablar de un triángulo: un triángulo que va de la novela de Proust (el
novelista como traductor del libro que llevamos dentro) a la conversación de hace
11 años (el novelista como traductor de sus propios borradores) a las páginas
de 
Fiebre y lanza donde el narrador, ese Jacobo Deza, explica que su oficio
consiste en “escuchar y fijarme e interpretar y contar”. En otra parte de la novela
habla de sus “tareas de invención, llamadas interpretaciones o informes”, y,
enseguida, de lo difícil que es no fiarse de nadie, ver a todos bajo la misma “luz
suspicaz, recelosa, interpretativa”. Y he pensado que ésta puede ser una de las
razones por las que me gusta tanto la novela de Marías: porque pone en escena
lo que hacemos constantemente los seres humanos, que no es otra cosa que esa
interpretación constante: ese esfuerzo por leer a los otros y saber quiénes son en
realidad, de qué serían capaces, cómo actuarán en determinadas circunstancias.

¿No es ésta una de nuestras preocupaciones principales, todo el tiempo, en
todas partes? Nuestra pareja, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo,
los políticos que nos lideran, las celebridades en cuyo frívolo destino perdemos
tanto tiempo, las figuras públicas en las que invertimos tantas energías: ¿no nos
gustaría siempre leerlos bien e interpretarlos con precisión? Bien lo sabe Jacobo
Deza, cuyo padre sufrió durante la dictadura franquista una delación que
trastornó gravemente su vida y estuvo a punto de arruinarla. El delator era un
amigo íntimo, pero el padre no supo anticiparse a la traición. “¿Cómo era posible
que mi padre no hubiera sospechado ni detectado nada?”, se pregunta Deza, que
tiene en cambio el don de detectarlo todo: el don de ver con claridad a los otros.
“¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo
la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan sólo
cuando no lo espere?”

Sí, a todos nos gustaría contar con esa lucidez o esa clarividencia: muchos
problemas nos evitaríamos en la vida diaria si las tuviéramos. Pero nunca es fácil
mirar a los demás con la atención o la concentración suficientes para saber
quiénes son en realidad, y la verdad es que somos muy hábiles a la hora de poner
disfraces o máscaras entre nosotros y los demás: sólo un desquiciado se
presentaría ante este mundo tal cual es. Quizás ésta sería otra razón para
frecuentar las grandes novelas: en ellas tenemos la experiencia imposible de ver a
los demás por dentro, de traducir sus vidas para mejor leerlas.