Te invitamos a leer el comienzo del Epílogo de Carta al padre de Franz Kafka, escrito por Ariel Magnus, traductor de esta edición.
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EpílogoAriel Magnus
El 11 de diciembre de 1913, Franz Kafka anotó en su diario: “Leí en la sala Toynbee el principio de Michael Kohlhaas. Un fracaso absoluto. Mal elegido, mal expuesto, la cosa acabó conmigo nadando insensatamente en el texto... Leí de modo descuidado e incorrecto e imprudente e incomprensible”. En nota al pie, el editor y albaceas Max Brod relativiza con alguna sorna el juicio de su amigo: “Este pequeño episodio de la lectura produjo en realidad una impresión mucho menos penosa que la descripta en el diario. Por supuesto que Kafka leyó maravillosamente bien y yo, como espectador de la velada, lo recuerdo aún perfectamente”.
De similar estrategia se valió Brod con la Carta al padre: no la incluyó en el volumen dedicado a su correspondencia, sino en el que reúne los escritos literarios póstumos de Kafka. “Como la Carta nunca llegó a su destinatario —se justifica Brod—, no cumplió la función de una carta”. La decisión es trascendente. Acompañada de textos ficcionales, la violenta misiva pierde en parte su carácter de documento autobiográfico. A este criterio tiene que haber contribuido el hecho de que hubo intentos anteriores de redacción, y que Kafka pasó o hizo pasar a máquina el manuscrito final, del que llegó a corregir la versión en limpio, fatiga que se reservaba exclusivamente para los relatos que pensaba dar a la imprenta. Si bien Brod asegura que “dentro de su obra literaria, la Carta constituye el intento de autobiografía más completo que se haya propuesto hacer”, en su propia biografía de Kafka se ocupa de aclarar que el padre no era el tirano que pinta su hijo, una razón más para ubicar la carta entre sus otras pesadillas. Al igual que en la nota al pie del Diario, con estas matizaciones de la Carta lo que Brod busca es diferenciar la realidad más o menos objetiva de lo que Kafka consideraba real.
Sin embargo, y como seguramente temía Brod, la Carta al padre adquirió desde su publicación en 1952 el status de “clave” dentro de la obra kafkiana. No hace falta ir muy lejos para toparse con interpretaciones literales de la misma. “Intimamente no dejó nunca de menospreciarlo su padre y hasta 1922 lo tiranizó”, afirma Borges en su prefacio a La metamorfosis. “El comportamiento del padre —explica Luis Acosta en el extenso prólogo a su traducción de El castillo— llega en ocasiones a adquirir niveles que superan la frontera de la racionalidad, acercándose al ámbito de la arbitrariedad, lo que de una manera ejemplar se manifiesta en el castigo físico consistente en sacar al niño al balcón y dejarle allí encerrado lloriqueando por la sencilla razón de haber pedido agua durante la noche y no haber desistido de ello a pesar de las amenazas proferidas por el padre”. Con la reproducción de esta anécdota, tal vez el pasaje más angustiante de toda la Carta, Acosta continúa décadas de biografismo basado exclusivamente en la visión de Kafka.
El error metodológico tenía alguna justificación en la falta de documentos más neutrales, cosa que comenzó a despejarse con el descubrimiento de las memorias de Frantisek Xaver Basik, que entre septiembre de 1892 y enero de 1895 trabajó de aprendiz en la casa de modas de Hermann Kafka. Basik tenía catorce años cuando entró, cinco más que Franz, y además de trabajar en el negocio hizo de profesor de checo del hijo. Medio siglo más tarde compuso sus memorias, una temible pila de manuscritos que la familia prefirió olvidar en algún cajón. Recién en 1994 alguien cayó en la cuenta de que el Franz Kafka, que aparecía marginalmente en esos escritos, era el autor marginal más canónico del siglo XX. Enseguida surgieron dudas acerca de la autenticidad del informe. “El motivo —explicó el bisnieto del aprendiz— era que Basik no sabía nada de la gloria literaria de su protegido, por lo que el joven Kafka no es más que una figura episódica”. Tuvieron que pasar varios años antes de que una revista checa entendiese que esa negligencia era la prueba más palpable de que el relato de Basik debía ser veraz. Finalmente, la editorial alemana Klaus Wagenbach (“La viuda más antigua de Kafka”, como le gustaba definirse a su fundador) puso el texto al alcance de los alemanes y la noticia no tardó en recorrer el mundo.