Lee el comienzo del Prólogo de Benito Cereno, de Herman Melville, escrito por Rodrigo Olavarría, traductor y editor de esta edición.
Prólogo
Rodrigo Olavarría
El miércoles 20 de febrero de 1805, poco después del amanecer, dos barcos se encontraron en la isla Santa María, en la costa de Chile. El Perseverance llevaba la bandera de los Estados Unidos y su capitán era Amasa Delano, miembro de una familia de navegantes de Nueva Inglaterra. Este era un ballenero dedicado a la caza de lobos marinos, industria que floreció en la costa de Chile y cuyo objetivo era obtener pieles que luego eran vendidas en China, un negocio que empezaba a dejar de ser rentable y que agonizó hasta bien entrado el siglo XX. El otro barco, el Tryal, no llevaba bandera, navegaba erráticamente y se acercaba a bajíos que podían hacerlo encallar. Ante esta amenaza, el capitán Delano dio la orden de bajar un bote y abordarlo; en él encontró una macilenta tripulación compuesta por esclavos africanos, algunos españoles y el capitán, Benito Cerreño, un hombre enfermo y reticente a informar su situación. Lo que ocurrió luego fue una obra de teatro de nueve horas y un solo acto sobre la relación de esclavo y amo, montada por un elenco de hombres y mujeres desesperados.
Esos son los hechos con que se inician tanto la novela Benito Cereno, de Herman Melville, como el capítulo 18 de Relatos de viajes y travesías por los hemisferios norte y sur, las memorias del capitán Amasa Delano, texto en que Melville basó su relato. En ambos asistimos a la rebelión de un grupo de esclavos vista a través de los ojos de un hombre cuyo país se enriquecía gracias a esa misma esclavitud, es decir, un hombre capaz de vincularse solo superficialmente con el sufrimiento de esos hombres y mujeres, primero raptados en Nigeria, robados en alta mar, luego llevados a Montevideo, de ahí a Buenos Aires y a Mendoza a través de la pampa, a Santiago cruzando la cordillera y por último a Valparaíso, para ser embarcados a Lima, donde serían vendidos.
Este libro reúne una nueva traducción de la novela de Herman Melville, del capítulo 18 de las memorias de Amasa Delano y de una colección de fragmentos donde narradores y personajes de todas las obras publicadas por Melville expresan sus ideas sobre la esclavitud y la libertad. El concepto de esta presentación textual múltiple es no solo leer Benito Cereno bajo una nueva luz, sino indagar las ideas del autor sobre la esclavitud y revisar la relación de Chile con esta práctica.
El relato oficial chileno tiende a silenciar la importancia de la esclavitud en estos territorios, siendo que otros regímenes laborales existentes, como el inquilinaje, el peonaje y, sobre todo, la encomienda (justificada en la evangelización de los pueblos indígenas) no eran demasiado diferentes. En el papel, la corona española no promovía la esclavitud, pero en la práctica lo único que hizo decrecer la importación de esclavos africanos a Chile fue la guerra entre España y Portugal (1640), pues esta triplicó el precio de los esclavos. Pese a esto, a fines del siglo XVII había quince mil esclavos en Chile y el setenta por ciento de las casas en Santiago tenían tres o cuatro esclavos. Después de la guerra de sucesión en España, la corona permitió a traficantes ingleses importar esclavos africanos a través del Río de la Plata, siendo este solo uno de los contratos firmados por España con compañías esclavistas francesas, portuguesas y holandesas, al reanudarse el ingreso de esclavos africanos a Chile. En 1767, año en que la Compañía de Jesús fue expulsada del Imperio Español, esta era dueña del mayor número de esclavos en Chile, sumando más de dos mil sujetos en las haciendas de la Compañía. En 1778, cuando Agustín de Jáuregui dio la orden de censar la población del obispado de Santiago, se registraron 25.508 esclavos negros y mulatos en su jurisdicción.
En 1776, el escenario político y económico empezó a cambiar producto de la difusión de ideas revolucionarias desde los Estados Unidos, Francia y Haití. La corona española, amenazada por los movimientos independentistas, empezó a relajar las políticas que controlaban la economía colonial, lo que se tradujo, entonces, en un comercio menos restringido entre los territorios americanos y otras naciones. Aprovechando esto, los comerciantes de esclavos promovieron un lenguaje nada extraño para quienes conocemos la retórica de la derecha neoliberal, exigiendo “más libertad, más comercio libre de negros”. Estas contradicciones intrínsecas al espíritu de la época, “libertad para esclavizar” y “reprimirse para ser libre”, son visibles también en la forma en que Francia manejó la esclavitud en sus colonias, aboliéndola primero en 1794 y reinstaurándola en 1802. Puede discutirse la afirmación de que la era de la Libertad y la Razón —la Ilustración, a fin de cuentas—fue también la era del esclavismo, pero lo que no se puede poner en duda es que, de los doce millones de africanos traídos al continente americano desde 1514 a 1866, más de la mitad fueron embarcados después de la declaración de Independencia de los Estados Unidos.
La abolición de la esclavitud en las repúblicas americanas y sobre todo en los Estados Unidos es presentada como una de las piedras basales de nuestra actual idea de democracia, pero considerarlo así significa ocultar que fue la explotación de esclavos e indígenas lo que permitió la existencia de las fortunas que financiaron las guerras de independencia, del mismo modo que financiaron la Guerra de Secesión que los Estados Confederados declararon a la Unión. Por lo demás, es un hecho innegable que el fin de la esclavitud tras la guerra civil estadounidense dio origen a una sostenida segregación racial, práctica prohibida constitucionalmente recién en 1964 que desde entonces asume la forma de políticas de segregación educacional, habitacional y encarcelamiento masivo de afroamericanos. Lo mismo ocurre en Chile, donde el fin de la encomienda en 1791 y la abolición de la esclavitud en 1823, solo señalan el inicio de sistemas de explotación como el inquilinaje y el peonaje.
––––